miércoles, 5 de septiembre de 2012

Santomé 402, altos...


Esta era la dirección de casa de mi abuela, el lugar donde pase gran parte de mi niñez; allí fue el segundo lugar donde fui después de mi salida del hospital y allí fue donde viví mi infancia, junto a la abuela, la tía, el tío y su esposa. 

Estaba situada en la parte de atrás del “mercado” y el ir y venir de los camiones, comerciantes y obreros haitianos la hacía un lugar emocionante. Se podía sentir el olor a la cebolla desde que bajábamos del carro.

Ya desde afuera se veía que era grande, con mucha iluminación y bonita; era una casa antigua y, aún hoy, con todos los años que han pasado desde que marchamos, se puede ver el esplendor que tuvo algún día. 

Había que subir una escalera para llegar hasta ella y dentro era hermosa, de paredes altas y mosaicos de decorados de flores, de esos que ya no se hacen. La tía Lourdes la tenía decorada con un gusto exquisito, como de revista, y sus muebles hacían juego con la cantidad de años que guardaba en sus muros: grandes, de caoba centenaria y estratégicamente ubicados dentro de ella. 

Entre sus paredes viví momentos mágicos y que siempre estarán en mi memoria, ahí aprendí a caminar, ahí dije mis primeras palabras, ahí pasé las mejores Navidades en compañía de mis padres, hermanos, abuelos, primos y tíos. Recuerdo sentarme en las piernas de mi abuela, mientras hacían gnoquis de harina en la mesa, con mis pequeños deditos la ayudaba a "estrangular" los pedacitos de harina amasada.

Las habitaciones estaban colocadas en línea, una al lado de la otra y el baño estaba en el medio de todas ellas y en medio de toda la casa; en cada habitación habían tres puertas, dos comunicaban con la habitación de al lado y la otra al comedor, la terraza o la galería, la de abuela tenía una puerta que daba hacía un pequeño balcón al que raramente nos dejaban salir. 

Me encantaba esa casa, es cierto que no tenía grandes jardines, ni un gran patio, pero tenía una galería que bien puede ser la habitación principal de las de un piso cualquiera, en la que sin hacer mucho empeño puedo ver a mi abuelo sentado balanceándose en la mecedora blanca de metal. Era muy pequeña cuando murió, pero créanme, aún recuerdo sus ojos azules, su voz ronca y su reloj en el que trataba de enseñarme a ver la hora. 

Uno de los lugares que mas me llamaban la atención era la azotea, a la que no nos dejaban subir, porque “es peligroso”, nadie se imaginara nunca el placer que me daba “violar” la seguridad de los grandes cactos y subir sus escaleras para jugar en ella; parecía un pequeño patio español, adoquinada con mosaicos rojos y llena de plantas de rosas y claveles de todos los colores que colgaban hasta de las paredes. Era una pasada llegar allí, porque era como un oasis en medio del desierto. Ahí me celebraron mi primer añito y ahí di mi primer pasito en la vida. 

El patio era un poco mas de lo mismo, también estaba lleno de plantas que mi abuela cuidaba con la misma dedicación y empeño que las de la azotea, era otro “patio español”, pero al que podíamos llegar, casi sin que mi abuela nos echara en falta. En él nos bañaba con la manguera o en la batea y a veces nos metía, cual piscina, en un pequeño tanque en el que almacenaban agua para una emergencia, cuando no improvisaba una pequeña ducha con el colador de spaghetties y el chorro de la manguera cayendo a través de él. Eso sí, sin quitarnos el ojo de encima, que para eso se bastaba solita.

La cocina era grande y, para mi, muy antigua y me encantaba, al igual que el comedor de la terraza porque era amplio y lleno de muebles enormes que me parecían hermosos. En las habitaciones habían grandes cortinas detrás de la cama que iban de pared a pared y que detrás escondía armarios fabricados por mi abuelo y mis tíos, que siempre me llenaron de curiosidad y que realmente no sé muy bien lo que había dentro de ellos. 

Si bien estar dentro era una pasada, salir de la mano de abuela y cruzar al mercado a comprar los víveres, vegetales, carnes y pescados y ver como los que atendían los puestos le saludaban y me saludaban, o bien, bajar hasta el colmado de Blanco, lleno de sacos de habichuelas rojas, blancas, pintas y negra, arroz de todo tipo, cebolla y no sé cuántas cosas mas, todavía la hacían mas emocionante. 

Hoy esa vieja casa sigue ahí, en la Santomé 402 altos, allí almacené mi vida cuando tuve que empacarla y allí continúa guardada. Cada vez que regreso voy hasta ella a “darle una vuelta a mis cosas” y desde que veo sus escaleras vuelvo a ser aquella niña que vivió allí. Está vacía, pero cuando entro, coloco todos sus muebles y sus adornos justo donde los recuerdo, y creo ver a mi abuela dentro de ella y al tío Toño sentado en la mesa bebiendo la sopa. Por un momento vuelve a ser "la casa de abuela", esa que recuerdo y con la que me quedaré siempre y yo vuelvo a ser esa pequeña que apenas empezaba a vivir.

Hasta otra nostalgia...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

awwwww que lindo narras, no conoci esa casa, pero tu narrativa es impresionantemente detallista y encantadora y hace que imagine todo.
Muchas gracias por esta entrada amiga.
un fuerte abrazo Ana Ayalibis

Wilhelm Storitz dijo...

Todavía la azotea sigue siendo un lugar misterioso para mi, y prefiero que así continúe en mis recuerdos. Pocas veces me asomé por allí y solo tengo sombras en la memoria. Recuerdo ese tanque verde lleno de agua y los baños maratónicos que nos dábamos con la regadera improvisada.