domingo, 29 de mayo de 2016

Una historia, una canción: Amigos


La canción Amigos de 440 puede definir exactamente lo que para mí éramos Flobre y yo. Nos conocimos en verano del 1988, haciendo fila para pagar la inscripción de verano en la uni. De principio no me gustó mucho, más bien me cayó muy mal, me pareció un tipo muy pesao’, un metome en to' lo que no me importa, y llegué a querer estrangularle con la correa de la mochilita que llevaba a la espalda a ver si así se callaba y dejaba de jorobarme de una puñetera vez. Aún así, para el 1989 ya éramos uña y carne. 

No recuerdo, desde entonces, un momento importante en el que no haya estado conmigo...bueno sí, mi graduación de la universidad, pero debo aceptar que eso fue más culpa mía que de él, al fin y al cabo yo misma lo había liberado del compromiso en un arranque de rabia. Yo tampoco fui a la de él, no por venganza, que también, sino porque tenía una reunión y terminó tarde. 

En cada instante que recuerdo siempre le veo a mi lado, incluyendo aquellos siete meses en los que no nos hablábamos. Cuando murió mi abuela, al salir de la capilla, era el único de mis amigos que estaba afuera, esperándome, fue el único que me abrazó. Cuando mi tío, un año más tarde, nos dejó, fue hasta mi casa con fiebre y varicela a pasar un rato conmigo; y cuando necesité desesperadamente que alguien me llevara a entregar la tesis, a quien llamé fue a él. Siempre que necesité un abrazo, ahí estaba él, en silencio, poniéndome su hombro, apretando mi mano. Y yo, siempre que estaba mal, le buscaba, solo para sentirme protegida...es algo que nunca podré explicar, porque sé a ciencia cierta, que no estaba enamorada de él, pero me recomponía el día verlo, que me mirara, no tenía que articular palabras, solo extender sus brazos y acunarme entre ellos. 

En aquel febrero, cuando terminé con mi novio, con el que había pasado dos años y medio de mi, hasta entonces, corta vida, estaba destrozada, me sentía un gusano, no solo porque me habían dejado, sino por la forma, entre insultos y humillaciones. Había llegado a la universidad como una autómata, vacía, humillada e insultada; le busqué, pregunté a todas mis amigas por él, pero nadie le había visto, el mundo se me caía encima, hasta que lo vi, ahí estaba él con su pantalón negro, su camisa blanca y su corbata a juego, me miró, me sonrió y me abrazó. Era todo lo que necesitaba, para que ese dolor amainara. Apenas pronunció palabra, pero las que dijo me devolvieron el alma...al menos por un momento. 

Y ese fin de semana famoso en el que nos fuimos a la playa con los amigos a celebrar mi cumpleaños, todo estaba bien, hasta que su novia lo llamó y él se fue, raudo y veloz, a su encuentro. Desde ese momento el fin de semana fue un completo desastre, fue, sin duda, el peor cumpleaños que recuerdo; mi “otro mejor amigo” se había quedado, pero, para variar, era un cero a la izquierda, en esa puñetera discoteca, sacó a bailar hasta al palo de la escoba, menos a mi...estábamos celebrando mi cumpleaños y nunca me lo habían hecho pasar tan mal. Todavía hoy, estoy mas que segura, que de haber estado él ahí, recordaría aquel fin de semana en la playa de otra manera, porque siempre fue capaz de sacarme una sonrisa, de convertir un mal momento en un instante inolvidable. 

Y en esa gran ausencia, en mi graduación, sentí su falta y aquella tarjeta de felicitación, fría y distante que me hizo llegar a través de mi “otro mejor amigo” no hizo más que romperme en mil pedacitos, porque me faltaba su abrazo, su presencia que me indicaba que todo estaba bien, que esa noche todo sería perfecto. 

Sí, somos esos “amigos” de la canción. No hicimos castillos en la arena, no contamos gaviotas, nunca encendimos una hoguera, al menos en el sentido literal de las frases, pero sí cada vez que lo necesité, cada vez que lo llamé, cada vez que lo busqué fue “mi sombra cuando se ocultaba el sol”.

Y sí, al final además de casarme con un hombre maravilloso, también tuve la suerte de casarme con mi mejor amigo.

domingo, 22 de mayo de 2016

Una historia, una canción: La quiero a morir


Esto es un “compendio” de pequeñas historias relacionadas con una playlist que hemos llamado Nuestra banda sonora, porque cada canción que suena ahí cuenta algo que tiene que ver con "nuestra historia". Empezó con tres canciones, ésta entre ellas, y se le han ido agregando más a medida que nos iban acordando "algo" de nuestra relación, desde que éramos "no novios" hasta el día de ayer. Se me ocurrió que escribirlas sería una buena manera de no perderlas. Sí, sí, también tengo que admitir que "algo" tiene que ver que me he leído dos libros cuyos capítulos eran títulos de canciónes. En fin, que aquí les va el coñazo...que si no quieres leerla pasa de ella y ya está, que yo me conformo con contarla :)

Empiezo por La quiero a morir cantada por Sergio Vargas a Ritmo de Merengue, porque creo que a partir de aquí surgió esa  "nuestra historia". 

El verano del 90 fue, para mi, uno de los mejores veranos que recuerdo, creo que ya he hablado de él en alguna ocasión. Fue un verano de días de amigos y domingos de piscina, fue un verano divertido, de salidas nocturnas al cine y a cenar, de tardes en la galería de mi casa, de relaciones que nacían, un verano en el que nuestra mayor complicación era si ir a comer a Pizzarelly o a Emilios hot dogs. Un verano que al finalizar prometía una nueva universidad, un comienzo, un dejar atrás. 

Aquel año había sido rico en todos los sentidos, había empezado con situaciones difíciles a nivel familiar y habíamos llorado y habíamos reído y habíamos viajado. Fue el  año de aquellas elecciones en las que el PLD iba ganando y de repente se fue la luz, y ZAS ganó Balaguer. Sin duda un año para recordar en muchos sentidos. 

Yo tenía mi grupo de amigos, algunas veces éramos menos, otras veces éramos más, pero siempre había uno que se mantenía cerca, Flobre, y todos los demás coincidían en que estaba enamorado de mi. Todos menos yo, porque Flobre era mi amigo, mi mejor amigo, y eso era sencillamente imposible, eso no podía ser y punto. Esto también lo he contado. 

Tanto insistían que terminé por preguntarle, primero a su mejor amigo, al que empotré contra una pared y que me dijo que no. Le creí, porque menuda era yo acojonando a los demás, además, si alguien sabía la respuesta, era él. Más tarde me dí cuenta que me había engañado, o no le acojoné lo suficiente o era muy fiel a su amigo. Luego le pregunté directamente a él, a Flobre. También me lo negó, aquí sí, porque lo acojoné y no se atrevió. Eso lo supe tiempo después.

El verano siguió su curso y yo me hice novia del muchacho que me gustaba, sin ningún remordimiento y sin temor de hacerle daño a Flobre, porque él mismo me había confirmado que NO estaba enamorado de mi, cuando le pregunté de manera delicada y sin coacción alguna. Dos días más tarde de andar de novia, me imagino que después de verle las orejas al lobo, me dice que tiene que hablar conmigo. Quedamos en mi casa y nos sentamos en la acera y, sin muchos rodeos dijo que él estaba enamorado de mi, que yo le gustaba desde hace tiempo y que ya no podía seguir así. Esto también lo he contado antes. Le pregunté que porqué ahora, porqué no antes, qué había cambiado. No me pudo contestar. No sé si él fue consiente en algún momento que aquella confesión me acababa de lanzar una losa encima. Mi respuesta, por supuesto, fue negativa.

Seguimos hablando un rato más, hasta que decidió marcharse. Antes de irse me preguntó si iba a ir al concierto de Sergio Vargas acompañada, le contesté que sí, me imagino que aunque yo no me atrevía a contarle que ya tenía novio, él ya lo sabía. Se despidió, pero antes me pidió que cuando escuchara La quiero a morir me acordara de él, me dio un beso en la mejilla y se fue. Sé lo que pasó después, porque él me lo contó, pero eso sí queda entre nosotros.

No puedo decir que no conocía la canción, porque sí la conocía, la había cantado, la había bailado, incluso en la tarima con la orquesta, incluso con él, pero hasta esa noche en Altos de Chavón no había tomado sentido la letra. Lloré lo que no está escrito con cada palabra, con cada estrofa. Aún recuerdo cómo se me quedó grabada de manera dolorosa la frase “ella para las horas de cada reloj y me ayuda a pintar transparente el dolor con su sonrisa...” y cómo se me hacía añicos el corazón cada vez que repetía “la quiero a morir”. 

Pueden pasar los años y no se me olvida aquel dolor de saberme haciéndole daño a la persona, que como amigo, más quería, quien, como amigo, era todo para mi, al que, como amigo, ya estaba empezando a extrañar. Llovía a cantaros, pero yo no lo sentía, y menos mal porque pude camuflar mis lágrimas. Lloré desde que empezó la canción hasta un buen rato después que terminó. Lloré en el autobús de regreso, de manera callada, esta vez me cubría la oscuridad que no permitió que quien iba a mi lado se diera cuenta que ya llevaba un buen rato sollozando. 

Después de esto solo me vienen flashes a la memoria, Flobre en la universidad, yo tratando de no verle, esquivándolo, evitándolo, hasta una noche que me preguntó si me llevaba a casa y le respondí que no, me dijo mirándome a los ojos “no me hagas esto, no me separes de ti, no dejes de ser mi amiga, me haces más daño si te alejas de mi para no hacerme daño...”

Poco a poco volví a ser la misma con él, a buscarle, a abrazarle, a confiarle mis secretos, a contar con él para todo, a ser completamente yo al lado de él, sin miedos, otra vez los amigos que hasta aquella noche de septiembre habíamos sido. Otra vez los mismos amigos, hasta seis años más tarde cuando la historia pega un giro. 

Así se convirtió esta canción en single de nuestra relación. Es nuestra canción. Esa canción, que de haberse bailado en nuestra boda, hubiese abierto el baile.

Hasta la próxima canción, hasta la próxima historia...

jueves, 19 de mayo de 2016

Una imágen, dos historias...


Hace unos días prometí que contaría la historia envuelta en este adorno de la cabeza, pero entre lo cansada que terminé de la graduación y la gripe que me agarró no había podido pasarme por aquí.

Otra cosa que me frenaba un poco es el maravilloso regalo que me hizo mi hermana Angie al compartir conmigo el libro de vida de Amelia, mi sobrina, un proyecto del último año de colegio y que empecé a leer con los ojos llenos de nubes y terminé con ellos llenos de lluvia.

Como no sabía por cuál tema decidirme, me he decidido por los dos, que por cosas de la vida y la distancia, van unidos por un fino hilo llamado nostalgia; porque es la nostalgia la que, al fin y al cabo, inspira ambas historias.

Empezaré con el adorno del pelo que lució María Eugenia el día de su graduación, es una pieza "vintage" como se le llama ahora a las cosas de las abuelas, que crecí viendo en mi familia, escondida en la "gaveta de la tía Lourdes", esa gaveta que a mi me encantaba explorar porque estaba llena de cosas maravillosas: collares, anillos, pendientes, brazaletes, gafas de sol, adornos para el pelo..., todo con lo que yo soñaba algún día lucir. Pero como yo, habían dos más, porque es que somos tres hermanas que crecimos viendo y admirando las "cosas" de la tía, y este gancho, o uno como este, tiene historia y miga. Estábamos las tres "enamoradas" de él, y las tres competíamos por ponerlo en nuestro pelo, cada una con sus razones poderosas, yo que era la mayor, Lourdita que era la pequeña y Angie que era la que iba entre la mayor y la pequeña, en fin, que el gancho si bien no era un problema, tampoco dejaba de serlo. Crecimos viéndolo, crecimos queriendo llegar a la edad permitida para usarlo, crecimos, y el adorno creció con nosotras...

Una tarde en casa de mi suegra, sentadas en medio de un café, ella me dice que tiene algo para mi que le gustaría que yo llevara "...lo había guardado para Rosmery (su hija), pero tiene tan poco pelo que nunca se lo podrá poner, pero a tí te quedará muy bien con ese pelo tan abundante y tan negro..." me dijo; continúo diciendo que era de cuando ella era joven, que lo llevó mucho, porque ella tenía mucho pelo y le "agarraba" bien. El que me conoce bien sabe que me encantan los recuerdos de familia, que prefiero el mueble de mi abuelo a otro ultra moderno, y que guardo esos detalles como oro molido, otro punto a mi favor, según palabras de mi suegra. No puedo describir la sorpresa y emoción que me dió cuando me lo entregó, era el mismo gancho/adorno para el pelo que tenía mi tía y del que estaba enamorada desde que tenía uso de razón y por el cual ya no tendría que competir con mis hermanas. Me faltaron las palabras para decirle todo lo que pasaba por mi cabeza en ese momento, y solo pude decir: GRACIAS!!! 

Lo he usado poco, porque el valor que le dí es tan grande, que solo lo uso para ocasiones realmente importante. Alguna vez que lo llevé puesto, escuché a mi mamá que me decía, con esa voz característica de cuando descubres una pequeña fechoría, mientras se acercaba lentamente a mi "Aaaaay mirala a ella, con el gancho de la tía", a lo que rápidamente le contesté negando con la cabeza "mm, mm, ese gancho no es de tía, ese me lo dió MI suegra, que tenía uno igualito, así que ahora ese gancho es mío...". No tengo que aclarar que ya no puje más por el otro gancho, porque para mi daba igual de quién había sido el que ahora era mío, para mi tenía el mismo valor y, aunque era de mi suegra, sentía que también le rendía un poquito de honor a la tía cada vez que lo llevaba puesto.

El jueves pasado, cuando Maru me dijo que Eve, mi vecina encargada de peinarla para la graduación, preguntó si tenía algún adorno para el pelo que pudiera ponerse, sin dudarlo, pensé en el "recuerdo de familia", lo busqué y le expliqué que me lo había regalado su abuela luz y que la tía Lourdes también tenía otro igual, le conté la historia que le rodeaba y le dije que era como llevar un poquito de cada una ese día a la graduación, era como tenerlas cerca a ambas, y que para la abuela Luz iba a ser una sorpresa verselo puesto "tengo que tirarte una foto para que lo vea!!!" le dije...

Tomé la foto y la envíe con un pie de foto que decía "alguien recuerda esto". Yo sabía que sí, porque de ambos lados, mis hermanas y mi cuñada, conocen esta pieza, que en las dos familias tiene historia y que ese día, orgullosa llevó mi hija y emocionada le puse yo.

El domingo, después de la graduación, cuando estaba ya lista para sentarme en mi ordenador a escribir la historia de un adorno de pelo que le debía a mi suegra, mi hermana me llamó o me escribió, no recuerdo, para decirme sobre el libro de vida de Amelia y que me lo estaba enviando por mail para que lo leyera. Deje lo que estaba haciendo, porque estaba segura que podía esperar, porque para yo contar siempre tengo tiempo, pero para leer lo que mi sobrina contaba, ya me estaba faltando. Mientras lo leía descubrí, con los ojos aguachapados que a esa pequeña  le gusta la misma peli que a mi, que tampoco lleva cicatrices de guerra y que no se ha roto ningún hueso, igual que yo, su tía. 

Y porqué me emocionan estas cosas tan simples, sencillo: primero, no he podido influenciarla para que vea y le guste "Sixteen candles", nuestra peli favorita, porque he estado "ausente" los últimos once años de su vida, con lo cual, Angie, queda demostrado que lo que se hereda no se hurta, hasta "el mal gusto" por las películas. Lo siento.

Segundo, porque los logros de esta pequeña son también mis logros, porque ésta pequeña no es como una hija, es mi otra hija, la vi nacer, el mismo día que la mía (la vi es un decir, que yo estaba en mis cosas, mientras ella llegaba al mundo), la vi dar sus primeros pasos, la vi entrar al colegio el primer día de clases, estuve cuando enfermó, escuché sus primeras palabras, sus primeras risas, cuidé alguna vez sus fiebres, y hasta llegué a amamantarla, en un intento desesperado de su madre porque se alimentara de leche materna...igual que a Maru, exactamente igual, lo único que a Maru me la pude traer cuando me fuí tan lejos, y a ella tuve que abrazarla y dejarla entre lágrimas. Era mi tercera mochilita, siempre conmigo, me la llevaba a todas partes, porque no concebía salir con mis hijos dejándola a ella, porque ella era tan mía como los míos. Alguna vez alguien me preguntó ¿¿¿Son todos tuyos??? refieriéndose a los tres enanos que daban vueltas alrededor mío, y yo, ni corta ni perezosa contesté "sí, porque a esa nada mas me faltó parirla".

Y el lugar donde convergen ambas historias, ya lo dije al principio, es esa línea fina llamada nostalgia. La nostalgia que evoca un simple adorno para el pelo y que te lleva a creer que a través de él podemos tener a los nuestros más cerca. La nostalgia de ver graduarse a una tan lejos de la otra; la nostalgia que te trae a la memoria aquella mañana de septiembre de hace casi dieciséis años, cuando entrábamos por primera vez al Babeque, llevando de la mano a nuestros pequeños tesoros, que creíamos que como iniciaban ese camino juntas, juntas lo iban a terminar; la nostalgia que da la distancia y tantas ausencias; la nostalgia de unos por querer estar aquí el viernes pasado y la nostalgia de otros por querer estar allí el mes que viene, o el año pasado o el año que viene...esa nostalgia que oprime cada momento especial, cada paso que dan a los que vimos nacer, cada cumpleaños, cada logro o cada fracaso.

Un libro de vida, un adorno para el pelo, dos graduaciones, dos historias, todo tan unido, todo tan separado...

Por lo que pudo ser y ya no fue.