Hace unos días, me dio por viajar en el tiempo, y volví a hasta ese lugar donde los sueños se cumplen, donde jugar y divertirse es lo único importante; donde cruzar la gran avenida para llegar al supermecado y comprar "Frugus" supone una gran aventura; ese lugar donde habitan las princesas, los dragones y los superhéroes.
Viajé y aterricé en mis doce años y llegue a nuestra casa de la Lincoln, 402. Aún recuerdo cuando la vi por primera vez grande, rodeada de arboles enormes que le imprimían un aire de misterio y la hacía parecer a las que salen en las películas de terror. Supongo que esto era por los años que había estado sin habitar, algo que fue cambiando poco a poco hasta hacerla "nuestro hogar"; sin embargo, nosotros si que queríamos seguir creyendo que era una casa fantasma que encerraba historias fantásticas entre sus paredes.
La casona, grande y obscura, estaba rodeada por una galería amplia de mosaicos rojos, desde ella se podía entrar por dos puertas: la principal y la que daba al comedor de diario/salón de estar/media cocina, donde estuvimos a punto de matarnos mi primo y yo por culpa de una de nuestras tantas discusiones, las que solemos mantener aún de vez en cuando, a través de la red. La puerta principal era grande y pesada, como las de esas pelís de misterio que les hablé, la abrían pocas veces, pero cuando lo hacían se podía ver la casa en todo su esplendor y al fondo las escaleras que daban al segundo piso. Nuestra casa grande estaba compuesta por amplios espacios, paredes altas y suelos que parecían un tablero de ajedrez. Sus paredes estaban llenas de puertas que escondían armarios empotrados en los que nos tejíamos mil y una historias y dentro de los cuales tratamos de encontrar, sin éxito, pasadizos secretos que nos llevarían a ocultos pasillos llenos de historias tenebrosas; nunca encontramos los pasillos detrás de sus puertas, tampoco llegamos a "Narnia" a través de ellos. Eso sí, estaban llenos de "cosas" de la tía Lourdes, que nos llenaban de curiosidad y a la que no teníamos acceso.
Había una tercera puerta que daba de la cocina al patio, lugar que cuando llegamos, estaba lleno de piedras grandes y, según recuerdo, de moscas deambulando por ellas; eso no duró mucho tiempo así, pronto lo cementaron, construyendo una terracita en la que me encantaba sentarme las mañanas de verano, junto a mi abuela y al rico olor a café recién colado que nos llegaba de la cocina. En total eran tres puertas, por las que entrabamos y salíamos indistintamente en nuestras infinitas tardes de juegos y aventuras.
En la segunda planta estaban las habitaciones para dormir, igual de grandes, igual de amplias y,como en la parte de abajo, puertas y armarios en las paredes que tampoco nos llevaron a "Narnia", pero dentro de los cuales nos escondíamos y jugamos mas de una vez.
Si la casa era alucinante, el patio y el jardín no iban a ser menos; estaba lleno de árboles de todos los colores y de frutos tan exóticos y tropicales como guanábanas, mango, cereza, limones y naranja agria. El jardín era uno de mis lugares preferidos, tenía un árbol en el centro donde habitaban cientos de pajaritos, que nos despertaban cada mañana con su alegre trinar; debajo del árbol colocaron un juego de sillas de hierro pintadas de blanco, que invitaban a tomar el té a las cinco de la tarde, cual ciudadanos ingleses. En el jardín también habitaba el árbol de la flor de alhelí , que a parte de que estaba siempre lleno de estas flores sencillas, pero hermosas y de aroma delicado, cada cierto tiempo se llenaba de unos gusanos negros con unos anillos de color amarillo eléctrico, no sé si eran gusanos de seda, pero nosotros queríamos pensar que sí. Cerca del jardín estaba el flamboyán, otro árbol que me daba alegría todo el año, primero por sus flores naranjas casi rojas y amarillas casi naranja y luego por sus grande vainas llenas de semillas que cuando las agitaba el viento sonaban como si estuviese cayendo un tórrido aguacero; mas cerca de la galería estaba aquel extraño arbusto que al caer la noche desprendía un agradable y suave perfume. Estos cuatro árboles están tan vivos en mi memoria, que a veces, siento que los puedo tocar, y de haber podido, me los habría llevado conmigo a cualquier lugar. Este hermoso jardín rodeado por un camino empedrado lo completaban las flores y plantas que mi abuela cuidaba con cariño, dedicación y esmero. Constituía un enorme placer sentarse en la galería sólo a contemplar el ir y venir del tiempo, observar a los pájaritos como revoloteaban de un lugar a otro y comos se bañaban en el pequeño charco que se formaba a la entrada por el portón principal.
Todo este terreno estaba rodeado por muros y mayas que separaban "la selva de cemento" de este pequeño oasis en medio de coches y ruido de bocinas. Sus puertas nos hacían entrar a un mundo maravilloso, sin peligros, llenos de grandes aventuras y momentos. Ahí dentro aprendí a montar patines y bicicleta, aprendimos a jugar fútbol y baseball....o algo parecido; ahí mis primos me enseñaron a deslizarme para "robar una base", aprendí para que servían "la 1ra. 2da. y 3ra." y lo que había que hacer para llegar a "home" y "anotar una carrera". Estaba lleno de animales, hasta entonces, extraños para nosotros. Aquí supimos lo que pude llegar a doler cuando te pican mas de una avispa al mismo tiempo, conocimos que los ratones no siempre son de tamaño normal y que los lagartos llegan a ser tan grandes que parecen iguanas. Vimos arañas de todos los tamaños, desde pequeñitas hasta las extra grandes con anillos naranjas y pelos en su cuerpo y gusanos que parecían la porra de los policías. Conocimos una familia de serpiente que se paseaba por el garaje, pájaritos de todo tipo y hasta llegaron hasta sus altos arboles unos papagayos y aves exóticas que se habían escapado de un lugar cercano, habrían pensado, como nosotros, que aquel lugar era el paraíso.
Pero un día todo cambio, nuestro parque de juegos privado lo vendieron, nosotros tuvimos que mudarnos y la risa de los niños, que poco a poco se había convertido en adolescente, se marcharon de aquel lugar. Allí quedaron momentos tristes y alegres, infinidad de lagrimas y risas, tardes enteras de juegos, de bicicletas, de baseball y de fútbol, Navidades y fiestas alucinantes. Ahí deje el sueño de bajar vestida de novia por las escaleras, mientras mi papa esperaba abajo y el sueño de celebrar los cumpleaños de cada uno de mis hijos. Ahí quedó el deseo de ver a mis niños jugar, correr y saltar entre todos aquellos arboles, tejiendose, junto a sus primos e igual que nosotros, una y mil historias que llenarían su infancia de grandes aventuras y momentos inolvidables.
Ya no está allí, en su lugar hay un horrible centro comercial, pero cuando paso por ahí, siento que me sonríe y me dice: hey!!! aquí estoy, en tus recuerdos y en todos esos momentos maravillosos que viviste, y, como me pasa con Villa Duarte, es el lugar adonde corro cuando viajo a mi niñez y el lugar que me duele que mis hijos nunca conozcan.
Lincoln 402, un lugar lleno de magia e historias de terror...