La canción Amigos de 440 puede definir exactamente lo que para mí éramos Flobre y yo. Nos conocimos en verano del 1988, haciendo fila para pagar la inscripción de verano en la uni. De principio no me gustó mucho, más bien me cayó muy mal, me pareció un tipo muy pesao’, un metome en to' lo que no me importa, y llegué a querer estrangularle con la correa de la mochilita que llevaba a la espalda a ver si así se callaba y dejaba de jorobarme de una puñetera vez. Aún así, para el 1989 ya éramos uña y carne.
No recuerdo, desde entonces, un momento importante en el que no haya estado conmigo...bueno sí, mi graduación de la universidad, pero debo aceptar que eso fue más culpa mía que de él, al fin y al cabo yo misma lo había liberado del compromiso en un arranque de rabia. Yo tampoco fui a la de él, no por venganza, que también, sino porque tenía una reunión y terminó tarde.
En cada instante que recuerdo siempre le veo a mi lado, incluyendo aquellos siete meses en los que no nos hablábamos. Cuando murió mi abuela, al salir de la capilla, era el único de mis amigos que estaba afuera, esperándome, fue el único que me abrazó. Cuando mi tío, un año más tarde, nos dejó, fue hasta mi casa con fiebre y varicela a pasar un rato conmigo; y cuando necesité desesperadamente que alguien me llevara a entregar la tesis, a quien llamé fue a él. Siempre que necesité un abrazo, ahí estaba él, en silencio, poniéndome su hombro, apretando mi mano. Y yo, siempre que estaba mal, le buscaba, solo para sentirme protegida...es algo que nunca podré explicar, porque sé a ciencia cierta, que no estaba enamorada de él, pero me recomponía el día verlo, que me mirara, no tenía que articular palabras, solo extender sus brazos y acunarme entre ellos.
En aquel febrero, cuando terminé con mi novio, con el que había pasado dos años y medio de mi, hasta entonces, corta vida, estaba destrozada, me sentía un gusano, no solo porque me habían dejado, sino por la forma, entre insultos y humillaciones. Había llegado a la universidad como una autómata, vacía, humillada e insultada; le busqué, pregunté a todas mis amigas por él, pero nadie le había visto, el mundo se me caía encima, hasta que lo vi, ahí estaba él con su pantalón negro, su camisa blanca y su corbata a juego, me miró, me sonrió y me abrazó. Era todo lo que necesitaba, para que ese dolor amainara. Apenas pronunció palabra, pero las que dijo me devolvieron el alma...al menos por un momento.
Y ese fin de semana famoso en el que nos fuimos a la playa con los amigos a celebrar mi cumpleaños, todo estaba bien, hasta que su novia lo llamó y él se fue, raudo y veloz, a su encuentro. Desde ese momento el fin de semana fue un completo desastre, fue, sin duda, el peor cumpleaños que recuerdo; mi “otro mejor amigo” se había quedado, pero, para variar, era un cero a la izquierda, en esa puñetera discoteca, sacó a bailar hasta al palo de la escoba, menos a mi...estábamos celebrando mi cumpleaños y nunca me lo habían hecho pasar tan mal. Todavía hoy, estoy mas que segura, que de haber estado él ahí, recordaría aquel fin de semana en la playa de otra manera, porque siempre fue capaz de sacarme una sonrisa, de convertir un mal momento en un instante inolvidable.
Y en esa gran ausencia, en mi graduación, sentí su falta y aquella tarjeta de felicitación, fría y distante que me hizo llegar a través de mi “otro mejor amigo” no hizo más que romperme en mil pedacitos, porque me faltaba su abrazo, su presencia que me indicaba que todo estaba bien, que esa noche todo sería perfecto.
Sí, somos esos “amigos” de la canción. No hicimos castillos en la arena, no contamos gaviotas, nunca encendimos una hoguera, al menos en el sentido literal de las frases, pero sí cada vez que lo necesité, cada vez que lo llamé, cada vez que lo busqué fue “mi sombra cuando se ocultaba el sol”.
Y sí, al final además de casarme con un hombre maravilloso, también tuve la suerte de casarme con mi mejor amigo.