Preparando la primera cena con invitados
Hoy me desperté pensando en una persona muy joven, que hace poco se ha ido a vivir con su novio. Cuando me lo dijo, lo hizo con los ojos llenos de brillo, con una gran sonrisa y con ilusión en cada una de sus palabras. Me alegré por ella, me alegré por los dos, en estos tiempos que corren, en los que cualquier negocio fracasa, es alentador ver que hay personas que inician una empresa de esta magnitud juntos.
Les veo y me acuerdo de cuando yo misma comencé a dar mis primeros pasos en mi vida de casada. En mi caso era imposible plantearse irme a vivir con mi novio, sin antes pasar por el altar, eso, con mis padres, no era tema de discusión; así que lo hice todo “de manera correcta”, hubo cenas familiares con sus padres, con mis padres, pedida de mano, anillo de compromiso, vestido de novia y velo. Nueve meses preparando nuestra vida juntos; nueve meses comprando y escogiendo cada detalle. Todo tenía que ser perfecto, cada mueble, plato, jarrón que compraba lo hacía con la ilusión y la emoción de toda mujer que prepara su nuevo hogar.
Pero este no es el tema, el tema es mi amiga y la vida que esta empezando, le pregunto y hablamos de todo un poco; del tema suegra no abundaré, ya lo hice en una entrada anterior, porque es que las suegras, por buenas que sean, por muy bien que nos llevemos con ellas y por mucho que la queramos, dan mucho de sí, son seres muy especiales, casi, casi, fantásticos llenos de momentos, momenticos y momentazos que bien se merecen un entrada sólo para ellas. En el tema bebes tampoco entro, porque ya para eso están los padres, tíos y abuelos, que no sé que se les mete cuando una tiene pareja con los dichosos hijos. Ojo, que creo que los hijos son necesarios, pero en su momento, así que de eso no hablamos. El tema que mas me gusta, es el de la cocina, quizás porque fue el que mas se me atragantó y me divierte mucho recordar mis pinitos en la cocina y me divierte ver a las nuevas “ama de casa” dar sus primeros pasitos.
De soltera cociné casi nunca, mas bien NUNCA, mi madre lo primero que le soltaba al pretendiente de turno era “no cocina, se le quema hasta el agua hirviendo...”, que no sé yo si de verdad esta mujer quería que yo me casara y le dejara mi habitación libre para ella agrandar la suya...que aún sigue sin agrandar y mi habitación tiene mas muebles que nunca.
Llegué a mi nuevo hogar sin ni idea de cocina, y entre luna de miel y primeras invitaciones a los recién casados libré varias semanas. Pero todo llega, y llegó la primera cena, teníamos hambre y sería la primera vez que nos pararíamos frente a la estufa a hacer algo consistente (por lo menos yo) que no fuera calentar leche y mezclarla con cacao. Nos levantamos resueltos a hacer de cenar, abrimos la nevera y todos los armarios de la cocina y sacamos salchichas, maíz, jamón, queso y unos mejillones que me había comprado mi madre para que tuviera algo en la despensa para picar si alguien llegaba a visitar “...porque a los recién casados todo el mundo los visita...”, todo a la sartén a rehogar con aceite de oliva y unas tostadas que fuimos preparando a la par, para acompañar Coca Cola, como siempre. Nos quedo como para chuparse los dedos, pero nunca fuimos capaces de hacerlo otra vez, porque entre lo que le echamos y con lo que sazonamos, nunca nos volvió a salir nada ni siquiera parecido. Fue nuestro primer “plato al gabinete”.
Así pasó nuestra primera cena en pareja, pero llegaron las otras, esas en las que invitas a los amigos, a tus padres, a tus hermanas, a la familia en pleno. La de mi hermana fue una pasada, no recuerdo qué cenamos, pero a juzgar por las fotos quedó bien, porque nos estamos riendo y todo.
La de la familia en pleno fue un poquito peor, era la primera vez que cocinaba para tanta gente: sus padres, hermana, cuñado, mis hermanas, mi cuñado, mis padres, mi tía, él y yo; sobró arroz, que igual sobró por lo pastoso y soso y faltó pollo a la crema con setas, igual porque me quedó de puta madre y a todos les gustó; el postre era una tarta de la repostería, así que con eso acerté.
También está la cena para sus compañeros de trabajo, aquí me daba bastante miedo cómo iba a quedar, me salvaba que estaba de unos meses de embarazo, pero soy muy exigente y esa cena tenía que salir muy, pero que muy bien. Para la ocasión elegí un plato con el que quedaría como una reina: una lasagna. Compré los ingredientes y, al momento de prepararla, caí en la cuenta que nunca había hecho una, me las sabía comer, eso sí, pero prepararla ya era otra cosa. No me acobardé y cero llamar a la tía o a la suegra, me dije a mi misma “misma, utiliza la lógica, que sacaste una carrera adelante con un índice académico de 3.5 de 4, pasaste cálculo en “B” y todas las materias propias de la carrera de administración en “A”...no puede ser mas difícil sacar una lasagna adelante”.
Después de tan maravilloso análisis y de creerme que una cosa tenía que ver con la otra, me puse manos a la obra: herví las pastas, preparé la carne, la salsa roja, la crema bechamel, el payrex y a montar. Primero un poco de aceite al fondo para que no se pegara, una capa de pasta, otra de carne y salsa roja, otra capa de pastas y otra de queso mozzarella y la bechamel, y vuelta a empezar hasta llegar a la última capa, donde la terminé con la bechamel, el queso parmesano y listo para hornear. Debo decir que salí triunfal, sé que al final nada tenía que ver el índice académico en la universidad, pero sí que me sirvió utilizar la lógica.
Sin duda alguna, el tema arroz fue lo que peor se me dio, llegó realmente a frustrarme. Entre los regalos de boda me llegó una “olla arrocera” de estas “que hacen el arroz solo, señora, no tiene usted que preocuparse, usted pone el agua, echa el arroz y ¡listo!” MENTIRA!!! Que no era tan sencillo, cuando no se me ahumaba, me quedaba una pasta, cuando no crudo...hasta que no le cogí el tranquillo, la de arroz que dañe. Pero esto no es todo, había otro problema, la olla arrocera no hacía “concón” y yo quería ser toda una mujer cocinera dominicana, de estas que les queda “el concón” crujiente sin llegar a romper muelas. Pues nada, ahí que cogí mi caldero, ese que me regaló mi madre y que hasta ese momento no había salido del gabinete, y manos a la obra, a cocinar mi primer arroz blanco, para que “mi marido” se lo mpara almorzar al día siguiente en la oficina. Puse a hervir el agua, lavo el arroz, echo sal y aceite al agua ya hirviendo, echo el arroz, lo muevo, lo tapo y doy la media vuelta. Todo bien, sí, pero es que había que estar pendiente a que el arroz secara, para moverlo, bajarle el fuego y que terminara de cocinar a fuego lento. Un pequeño detalle que pasé por alto y allí que el arroz no se me ahumó, no se me apastó, no se me pasó, no, no, no, el arroz directamente se quemó, quedó negro y el caldero pa’ tirar. A volver a hacer arroz en la olla arrocera, hasta que volví a recuperar la confianza, como diez años mas tarde. Por supuesto, Flobre al otro día compró algo para llevar y fue lo que comió.
El tema de las habichuelas, garbanzos, guandules, lentejas y demás legumbres, también tiene tela, pero este se me daba “algo mejor” porque los compraba enlatados y bastaba echarles un poco de sal, pasta de tomate y dejarles coger cuerpo. El problema estuvo cuando me tocó ponerlos a ablandar para luego cocerlos. Las primeras habichuelas me quedaron no duras, no, lo siguiente!!!
El tema carnes se me daba bastante bien, ahí me autocalifico con un 7 de 10, sobre todo si eran pechugas ya deshuesadas, que las pechugas dan mucho de sí, lo mismo sirven para llevar al horno, freírlas en la sartén, que para cortar en trocitos y hacerlas con setas y crema bechamel.
Con el tiempo he aprendido a hacer de todo y hoy soy capaz de hacer desde un arroz, habichuela y carnes, a una tortilla española; ésta es mi mas grande orgullo, finalmente darle la vuelta a la dichosa tortilla sin que se me desparramara por todas partes me hizo sentir que había llegado al culmen de la cocina. Cuando me casé, junto con aquel caldero, mi madre me regaló una sartén antiadherente, pequeña, coqueta, de esas de teflón “...para que aprendas a hacer tortilla...”, la sartén quedó igualita a través de los años, porque yo la verdad es que intentarlo, no lo intente, mas que nada porque, teniendo a la tía cerca, quien se animaba a competir con ella y sus ya famosas y reconocidas “tortillas españolas”
Como dicen por ahí, la necesidad tiene cara de hereje, y cómo la tía y la suegra me quedan tan lejos he tenido que aprender a cocinar si quiero que mis hijos coman. Ya soy capaz de hacer las legumbres con el paso previo de ponerlas a ablandar, el arroz no se me quema, no se me pasa, me queda graniaito y con el concón como a mi me gusta. Sigo haciendo lasagna de vez en cuando, y hasta soy capaz de comprar un pollo entero, desmembrarlo, cocinarlo por partes y con los huesos hacer un fume que luego me sustituye las famosas “sopita de pollo”. El pescado y frutos del mar ya es otro tema, solo me lo puedo comer, porque es que si lo cocino, el olor me revuelve el estómago y me hace devolver lo que no me he comido.
Aún tengo temas pendientes como las croquetas, el sancocho, las albóndigas (que pasa igual que con la tortilla, que no hay quien compita con las de la tía), la sopa (que pasa igual que con las albóndigas y la tortilla) y alguna otra cosa que ahora se me olvida. Pero todo se andará, que si no es para mis hijos, ya lo haré para mis nietos.
Y es que los principios no son sencillos, ni fáciles, ni simples; tropezamos mucho, pero aprendemos de esos tropiezos, nos divertimos y vamos creciendo juntos. Espero que mi amiga, esa que esta iniciando su vida en pareja, en su propio espacio, aprenda como yo, de manera divertida.
Y como decía Porky: esto es to, esto es to, esto es todo amigos. Nos vemos pronto...